I
Servid a Dios con alegría, dicen los Libros
Santos; y en efecto, la alegría del corazón ha sido siempre el distintivo de
los verdaderos servidores de Dios. Los Santos, en medio de sus más rigurosas
austeridades, han sido alegres. Nunca la tristeza fue virtud, sino más bien
tentación y peligro para el alma cristiana.
Pero ¿dónde encontraremos verdadera alegría?
Causas de turbación y tristeza las hallaremos por doquier, y parece punto menos
que imposible substraerse a ellas. ¡Ah! Volemos, volemos a depositar nuestras
congojas en el adorable Corazón de Jesús, y encontraremos en él la fuente de la
verdadera alegría. Descarguémonos allí del peso de nuestras inquietudes por
medio de una perfecta resignación a la santa voluntad de Dios. No tardaremos en
oír resonar en el fondo de nuestro corazón aquellas dulces palabras que tan a
menudo dirigía el Salvador a sus discípulos: "¡La paz sea con
vosotros!"
¡Oh Jesús mío! Mi alma tiene necesidad de
Vos para sacudir el peso abrumador de sus perpetuas tristezas. Vos lo habéis
dicho en otra ocasión: "Alégrate, hijo de Sión, porque está en medio de ti
el Santo de Israel". Dadme, ¡oh Señor!, este don celestial con que
favorecéis a vuestros escogidos.
Medítese unos minutos
II
Todos buscamos la alegría; pero erramos por
lo común el camino para encontrarla. El mundo la promete continuamente, pero bien sabe él que
no la puede dar. Sus alegrías son ruidosas y alborotadas, pero ni llenan el
corazón, ni duran más que breves momentos. El rostro de los mundanos es casi
siempre una máscara alegre, que oculta un corazón devorado por el tedio y el
desasosiego, y quizás por el remordimiento. El gozo interior es únicamente
propiedad de la buena conciencia. El alma del gran Francisco Javier en medio de
sus fatigas apostólicas sentíase tan inundada de él, que le obligaba a
exclamar: "Basta, Señor, basta, basta". Cuando, pues, nos hallemos
tristes, examinemos nuestro corazón, y veremos que siempre nace nuestra
tristeza de alguna secreta falta de virtud.
¡Oh Divino Corazón, que sois en el cielo la
alegría de los Ángeles y Santos y en este mundo la de vuestros amigos! Por Vos,
sonríen alegres en sus tormentos los mártires, en sus penitencias los
anacoretas, en sus humillaciones los seguidores de vuestra ley. Por Vos espero
sonreír, Jesús amantísimo, hasta en las amarguras de mi última agonía. Hablad,
oh Dios mío, a mi alma con aquella voz conmovedora, y se estremecerán de júbilo
mis entrañas, y disfrutaré ya en este mundo anticipadas las alegrías del
paraíso.
Medítese, y pídase la gracia particular.
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