I
¿Qué ves, alma cristiana, en la figura
exterior de tu Divino Jesús? Ves el retrato más acabado del recogimiento y de
la modestia cristiana. Mírale bien y aprende de El cómo has de ser en tu porte
y maneras, si quieres hasta en eso llevar el sello del Sagrado Corazón.
Su voz es quieta y sumisa, sus palabras
prudentes y pocas, Su andar grave y mesurado, su mirada recogida y bondadosa.
El semblante de Jesús era tal, que inspiraba sentimientos de virtud a quien lo
contemplaba, y era imposible verlo interiormente mejorado.
Sus enemigos nunca pudieron tacharle de
ligereza y desenvoltura. Los que sin cesar buscaban por agarrarle la palabra,
jamás pudieron echarle en rostro una que fuese inconveniente. Su alegría era
tan edificante como su austeridad; nadie le oyó ruidosas carcajadas, ni le vio
desacompasados movimientos. Todo su exterior era el reflejo de orden, paz,
igualdad y armonía en su divino interior.
Dame a conocer ¡oh dulce Jesús! los suaves
encantos de esta celestial virtud.
Medítese unos minutos.
II
El rostro y los ademanes son el espejo de lo
que pasa en el corazón, por eso, llevo retratados en ellos la disipación y el
desorden del mío.
¿Soy cristiano o gentil? ¿Sirvo a Dios o al
mundo su enemigo? Nadie creería lo primero, sino más bien lo segundo, oyendo
tal vez mis conversaciones, mirando mis trajes, observando mis actitudes.
¿A qué tengo dedicados mis sentidos sino a
culpables o por lo menos peligrosos devaneos? ¿Qué ley pongo a mis ojos, para
que no tropiecen con escollos mil para la honestidad? ¿Qué freno aplico a mi
lengua, para que no hiera la reputación ajena o no se deslice en mil y mil
superfluidades? ¿Qué valladar he puesto a mis oídos, para que no se vayan tras
la curiosidad y mundanos pasatiempos? ¡Ah! que estos medios que se me han dado
para servir con ellos a Dios y al prójimo, sólo los empleo yo, para que me
rinda y esclavice el mundo con todas sus vanidades.
¡Pobre corazón mío, abierto así sin el muro
de la modestia a todos los embates del enemigo! ¡Pobre corazón, expuesto así
por mi culpa a todas las oleadas de este mar de corrupción!
Rodeadlo, Señor, de esta preciosa virtud
como de fortísima muralla, para que sea plaza cerrada e inexpugnable donde sólo
entréis Vos, y nunca jamás vuestro enemigo.
Medítese, y pídase la gracia particular.
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