Mira, alma mía, la profundísima humildad
del Corazón de Jesús. Siendo Jesucristo Dios, y como tal potentísimo y excelso,
no le bastó hacerse Niño en las entrañas de una mujer, y nacer luego en una
cueva de animales, y trabajar más tarde en un taller, y morir, finalmente, como
reo miserable en una cruz. Aun después de su existencia mortal vive glorioso en
el cielo, es verdad, "pero en la tierra vive humillado y abatido".
Contémplale en este Sacramento. Ha escogido
para vivir entre nosotros las apariencias más modestas. Déjase encerrar como
prisionero en el fondo de nuestros pobres tabernáculos, en nuestras iglesias
mil veces desiertas y abandonadas. ¡Ah mi buen Jesús! Cómo sois Vos el mismo hoy que cuando nacíais
en Belén, trabajabais en Nazaret, recorríais a pie los campos y aldeas de
Judea, y moríais entre injurias y desprecios en el Calvario! No habéis mudado
la condición llana y sencilla; no habéis dejado vuestras humildes maneras, a
fin de que se acercasen a Vos sin temor los pobres y pequeñuelos, y aprendiesen
en Vos sencillez y humildad los vanos y orgullosos.
¡Oh! ¡Humildísimo Jesús! ¡Enseñadme a mí,
altivo y presuntuoso que soy, esta santa virtud de la humildad!
Medítese unos minutos.
II
Me avergüenzo y me espanto ¡oh Jesús mío! cuando
doy una mirada a mi pobre corazón. Es todo al revés del vuestro, tan sencillo y
tan humilde. Está lleno de vanidad, presunción, necio orgullo, insaciable amor
propio. Busca siempre el aplauso y la alabanza, sobresalir y brillar,
obscurecer a los demás, hacerse superior a todos.
¡Ah!
No Son éstas las lecciones de vuestro humildísimo Corazón. Vos me queréis
humilde para con Dios, para con mis prójimos y para conmigo mismo. Para con
Dios, reconociéndome siervo y discípulo suyo, acatando sin murmurar todas sus
disposiciones, sujetándome sin réplica a su dulce Providencia, agradeciendo
como cosa suya todo lo que de bueno haya en mí.
Para con mis prójimos, portándome como si
fuese el menor de todos ellos, sufriéndolos con caridad, tratándolos con dulzura,
perdonando sus injurias, huyendo sus aplausos y alabanzas.
Paro conmigo mismo, teniéndome por lo que
soy, criatura miserable, indigna del polvo que piso, del cielo que contemplo y
del aire que respiro, reconociéndome infeliz pecador que sólo por la divina
compasión no ardo ya en los infiernos.
¡Corazón de Jesús humilde! Dadme ese
espíritu de perfecta humildad, para que consiga sentarme un día en el trono que
reserváis a vuestro lado a los humildes como Vos.
Medítese, y pídase la gracia particular.
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