I
El Sagrado Corazón de Jesús es modelo de la
más perfecta obediencia. Para dar el mayor y más fino ejemplo de ella, baja el
Verbo a este valle de lágrimas, y toda su vida mortal puede compendiarse en
esta sola palabra obedecer. Es rey de los cielos, y obedece. Es dueño de todo
lo criado, y obedece. Es árbitro poderoso de cuanto existe, y no obstante
obedece.
¿Y, a quién obedece? Además de la obediencia
de continuo prestada al Padre celestial, los demás a quienes obedeció fueron
siempre criaturas suyas, y por tanto infinitamente inferiores a Él. Mandábale
María, mandábale José, mandábale el juez impío, mandábanle los crueles
verdugos. Y a todos obedecía. Hoy mismo, en este augusto Sacramento obedece a
la voz de sus ministros, a quienes ha dado en cierto modo la facultad de
mandarle colocarse en nuestros altares.
¡Oh confusión de mi insoportable y orgullosa
independencia! El gusano vil no gusta sino mandar y hacer su propia voluntad,
cuando Dios mismo le da el ejemplo de tan rendida obediencia! Avergüénzate
aquí, corazón mío, y aprende del Sagrado Corazón tal excelente virtud.
Medítese unos minutos.
II
¡Oh Señor! Si toda
vuestra vida fue obedecer, la mía, infeliz y desdichada, fue siempre continua
desobediencia. Soy un miserable esclavo que nunca ha sabido más que rebelarse
contra vuestra , suavísima voluntad. Mi rey ha sido mi gusto, mi regla los
vanos antojos de mi veleidoso corazón. Obedecíais Vos, y yo insolente y loco
pretendía alzarme con el mando. Os hacíais Vos esclavo, y yo quise darme en
todo, aires de señor.
En mi corazón he levantado tronos y altares;
pero no han sido para Vos, sino para dar culto en ellos a mis ambiciosas
pretensiones, a mi insensata arrogancia. ¿Qué freno hubo que me contuviese?
¿Qué valla me pusisteis que yo no saltase? ¿Qué precepto me dictásteis que yo
no rompiese?
¡Oh siervo rebelde, digno del más infame
castigo! ¡Oh mal vasallo, merecedor de la cárcel perpetua! ¡Oh hijo contumaz,
indigno de la herencia de tan buen padre! Pero, perdonadme, Jesús mío; perdonad
al extraviado, que sumiso ya y lloroso vuelve a Dios. Mandad, Señor, que a mí
me toca obedecer. Prometo desde hoy a vuestra ley, a vuestras inspiraciones, a
vuestros ministros, a mis superiores, formal, perpetua y decidida obediencia.
Medítese, y pídase la gracia particular.
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